LA PLANTA Y EL PALO

 

Es un pequeño cuento, una simple lección, una manera de aprender a valorar…en vuestra reflexión lo dejamos.

 

rosas

Una linda planta, que se erguía airosa levantando orgullosamente al cielo su penacho de hojas tiernas, soportaba con disgusto la presencia junto a ella de un palo seco, derecho y viejo.

– Palo -se impacientó la planta-, te tengo demasiado cerca. ¿No podrías irte un poco más allá?

El palo se hizo el sordo para no replicar.

Entonces la planta se dirigió al seto de zarzas que la rodeaba y dijo:

– Seto, ¿no podrías marcharte a cualquier otro lugar?. Me molestas.

El seto fingió no oír y callado siguió.

Pero un lagarto que reptaba por allí, levantó su cabecita y, mirando con sorna a la planta, dijo:

– Bella planta, ¿no has comprendido que debes al palo el poder estar derecha? Y en cuanto al seto, ¿todavía no te has dado cuenta de que está protegiéndote contra las malas compañías?

 

Leonardo da Vinci

AHUYENTAR LOS FANTASMAS

 

Durante años Hitoshi intentó- inútilmente- despertar el amor de aquella a quien consideraba ser la mujer de su vida. Pero el destino es irónico: el mismo día que ella lo aceptó como futuro marido, también descubrió que tenía un enfermedad incurable y le quedaba poco tiempo de vida.

Seis meses después, ya a punto de morir, ella le pidió:

Quiero que me prometas una cosa: que jamás te volverás a enamorar. Si lo haces, volveré todas las noches para espantarte.

Y cerró los ojos para siempre.

Durante muchos meses, Hitoshi evitó aproximarse a otras mujeres, pero el destino continuó irónico, y él descubrió un nuevo amor. Cuando se preparaba para casarse, el fantasma de su ex-amada cumplió su promesa y apareció.

Me estás traicionando –le dijo.

Durante años te entregué mi corazón y tú no me correspondías –respondió Hitoshi. -¿No crees que merezco una segunda oportunidad de ser feliz?

Pero el fantasma de la ex-amada no quiso saber las disculpas, y todas las noches venía para asustarlo. Contaba con todo detalle lo que había sucedido durante el día, las palabras de amor que él había dicho a su novia, los besos y abrazos que se habían intercambiado.

Hitoshi ya no podía dormir, así que fue a buscar al maestro zen Bashô.

Es un fantasma muy listo –comentó Bashô.

¡Ella sabe todo, hasta los menores detalles! Y ya está acabando con mi noviazgo, porque no consigo dormir y en los momentos de intimidad con mi amada me siento muy inhibido.

Vamos a alejar a este fantasma –garantizó Bashô.

Aquella noche, cuando el fantasma retornó, Hitoshi lo abordó antes de que dijera la primera frase.

Eres un fantasma tan sabio, que haremos un trato. Como me vigilas todo el tiempo, te voy a preguntar algo que hice hoy: si aciertas, abandono a mi novia y nunca más tendré mujer. Si te equivocas, has de prometer que no volverás a aparecer, bajo de pena de ser condenado por los dioses a vagar para siempre en la oscuridad.

De acuerdo –respondió el fantasma, confiante.

Esta tarde estaba en el almacén y en un determinado momento cogí un puñado de granos de trigo de dentro de un saco.

Sí, lo ví –dijo el fantasma.

La pregunta es la siguiente: ¿cuántos granos de trigo tenía en mi mano?.

El fantasma, en ese instante, comprendió que no conseguiría jamás responder la pregunta. Y para evitar ser perseguido por los dioses en la oscuridad eterna, decidió desaparecer para siempre.

Dos días después, Hitoshi fue hasta la casa del maestro zen.

Vine a darle las gracias.

Aprovecha para aprender las lecciones que hacen parte de esta experiencia –respondió Bashô:

“En primer lugar, aquel espíritu volvía siempre porque tenías miedo. Si quieres alejar una maldición, no le des la menor importancia”.

“Segundo: el fantasma sacaba provecho de tu sensación de culpa: cuando nos sentimos culpables, siempre deseamos –inconscientemente –el castigo”.

“Y, finalmente: nadie que realmente te amara te obligaría a hacer ese tipo de promesa. Si quieres entender el amor, aprende la libertad”.

EL ANILLO DEL REY

Hubo una vez un rey que dijo a los sabios de la corte:

– Me estoy fabricando un precioso anillo. He conseguido uno de los mejores diamantes posibles. Quiero guardar oculto dentro del anillo algún mensaje que pueda ayudarme en momentos de desesperación total, y que ayude a mis herederos, y a los herederos de mis herederos, para siempre. Tiene que ser un mensaje pequeño, de manera que quepa debajo del diamante del anillo.

Todos quienes escucharon eran sabios, grandes eruditos, podrían haber escrito grandes tratados, pero darle un mensaje de no más de dos o tres palabras que le pudieran ayudar en momentos de desesperación total… Pensaron, buscaron en sus libros, pero no podían encontrar nada.

El rey tenía un anciano sirviente que también había sido sirviente de su padre. La madre del rey murió pronto y este sirviente cuidó de él, por tanto, lo trataba como si fuera de la familia. El rey sentía un inmenso respecto por el anciano de modo que también lo consultó. Y éste le dijo:

– No soy un sabio, ni un erudito, pero conozco el mensaje. Durante mi larga vida en palacio, me he encontrado con todo tipo de gente, y en una ocasión me encontré con un místico. Era invitado de tu padre y yo estuve a su servicio. Cuando se iba como gesto de agradecimiento, me dio este mensaje- el anciano lo escribió en un diminuto papel, lo dobló y se lo dio al rey-. Pero no lo leas- le dijo- manténlo escondido en el anillo. Abrelo sólo cuanto todo lo demás haya fracasado, cuando no encuentres salida a la situación.-

Ese momento no tardó en llegar. El país fue invadido y el rey perdió el reino. Estaba huyendo en su caballo para salvar la vida y sus enemigos lo perseguían. Estaba solo y los perseguidores eran numerosos. Llegó a un lugar donde el camino se acababa, no había salida: enfrente había un precipicio y un profundo valle; al caer por él sería el fin. Y no podía volver porque el enemigo le cerraba el camino. Ya no podía escuchar el trotar de los caballos. No podía seguir adelante y no había ningún otro camino…

De repente, se acordó del anillo. Lo abrió, sacó el papel y allí encontró un pequeño mensaje tremendamente valioso: simplemente decía Esto también pasara

Mientras leía Esto también pasara sintió que se cernía sobre él un gran silencio. Los enemigos que le perseguían debían haberse perdido en el bosque, o debían haberse equivocado de camino, pero lo cierto es que poco a poco dejó de escuchar el trote de los caballos.

El rey se sentía profundamente agradecido al sirviente y al místico desconocido. Aquellas palabras habían resultado milagrosas. Dobló el papel, volvió a ponerlo en el anillo, reunió a sus ejércitos y reconquistó el reino. Y el día que entraba de nuevo victorioso en la capital hubo una gran celebración con música, bailes… y él se sentía muy orgulloso de sí mismo.

El anciano estaba a su lado en el carro y le dijo:

– Este momento también es adecuado : vuelve a mirar el mensaje.

– ¿ Qué quieres decir? – preguntó el rey- Ahora estoy victorioso, la gente celebra mi vuelta, no estoy desesperado, no me encuentro en una situación sin salida.

 Escucha- dijo el anciano- este mensaje no es sólo para situaciones desesperadas, también es para situaciones placenteras. No es sólo para cuando estás derrotado, también es para cuando te sientas victorioso. No es sólo para cuando eres el último, también es para cuando eres el primero.

El rey abrió el anillo y leyó el mensaje Esto también pasara y nuevamente sintió la misma paz, el mismo silencio, en medio de la muchedumbre que celebraba y bailaba, pero el orgullo, el ego, había desaparecido. El rey pudo terminar de comprender el mensaje. Se había iluminado.

Entonces el anciano le dijo:

– Recuerda que todo pasa. Ninguna cosa ni ninguna emoción son permanentes. Como el día y la noche, hay momentos de alegría y de tristeza. Acéptalos como parte de la dualidad de la naturaleza porque son la naturaleza misma de las cosas.

                                                                                                                           ( Cuento budista)

EL CUENTO DEL ARBOL

Había una vez, en las afueras de un pueblo, un árbol enorme y hermoso que vivía regalando a todos los que se acercaban el frescor de su sombra, el aroma de sus flores y el increíble canto de los pájaros que anidaban en sus ramas. El árbol era querido por todos, pero especialmente por los niños, que trepaban por el tronco y se balanceaban entre las ramas con su complicidad complaciente. Si bien el árbol amaba a la gente, había un niño que era su preferido. Aparecía siempre al atardecer, cuando los otros se iban.

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Hola, amiguito – decía el árbol, y con gran esfuerzo bajaba sus ramas al suelo para ayudar al niño a trepar, permitiéndole además cortar algunos de sus brotes verdes para hacerse una corona de hojas aunque el desgarro le doliera un poco. El chico se balanceaba con ganas y le contaba al árbol las cosas que le pasaban en casa. Casi de un día para otro, el niño se volvió adolescente y dejó de visitar al árbol. Pasó el tiempo y de repente, una tarde, el árbol lo vio caminando a lo lejos y lo llamó con entusiasmo:

Amigo…amigo… Ven, acércate. Cuánto hace que no vienes… Trepa y charlemos.

No tengo tiempo para estupideces- dijo el muchacho.

– Pero disfrutábamos tanto juntos cuando eras pequeño…

– Antes no sabía que se necesitaba dinero para vivir, ahora busco dinero ¿tienes dinero para darme?

El árbol se entristeció un poco, pero se repuso enseguida.

– No tengo dinero, pero tengo mis ramas llenas de frutos. Podrías subir y llevarte algunos, venderlos y obtener el dinero que necesitas…

– Buena idea-  dijo el muchacho, y subió por la rama que el árbol le tendió para que trepara como cuando era chico. Y arrancó todos los frutos del árbol. El árbol se sorprendió de que ni siquiera le diera las gracias.

Pasaron diez años hasta que el árbol vio pasar otra vez a su amigo. Era ya un adulto.

– Qué grande estás- le dijo emocionado-; ven, sube como cuando eras niño, cuéntame de ti.

– No entiendes nada, como para trepar estoy yo… Lo que necesito es una casa. ¿ Podrías acaso darme una?

El árbol pensó unos minutos. – No, pero mis ramas son fuertes y elásticas. Podrías hacer una casa muy resistente con ellas.

El joven salió corriendo con la cara iluminada. Una hora más tarde, con una sierra cortó cada una de sus ramas, tanto las secas como las verdes. El árbol sintió el dolor, pero no se quejó. No quería que su amigo se sintiera culpable. El árbol guardó silencio hasta que terminó la poda y después vio al joven alejarse esperando inútilmente una mirada o gesto que nunca sucedió. Con el tronco desnudo, el árbol se fue secando. Era demasiado viejo para hacer crecer nuevamente ramas y hojas. Quizás por eso, porque ya estaba viejo cuando lo vio venir, años después, solamente dijo:

– Hola ¿qué necesitas esta vez?

– Quiero viajar. Pero ¿ qué puedes hacer tú? Ya no tienes ramas ni frutos que sirvan para vender.

– Que importa, puedes cortar mi tronco… con él quizás consigas construir una canoa para recorrer el mundo a tus anchas.

– Buena idea- dijo el hombre.

Horas después volvió con un hacha y taló el árbol. Hizo su canoa y se fue. Del viejo árbol quedó tan sólo el pequeño tocón a ras del suelo. Dicen que el árbol aún espera el regreso de su amigo para que le cuente de su viaje. El niño ha crecido, pero tristemente se ha vuelto un hombre de esos que nunca vuelven a donde no hay nada más para tomar. El árbol espera, vacío, aunque sabe que no tiene nada más para dar.

 

 

EL ELEFANTE ENCADENADO

Este cuento se lo dedico a todos aquellos/as que en algún momento de su vida renunciaron y olvidaron que SÍ PUEDEN.

 

Cuando yo era pequeño me encantaban los circos, y lo que más me gustaba de los circos eran los animales. Me llamaba la atención el elefante que, como más tarde supe, era también el animal preferido por otros niños. Durante la función, la enorme bestia hacía gala de un peso, un tamaño y  una fuerza descomunales… Pero después de su actuación y hasta poco antes de volver al escenario, el elefante siempre permanecía atado a una pequeña estaca clavada en el suelo con una cadena que aprisionaba una de sus patas. Sin embargo, la estaca era sólo un minúsculo pedazo de madera apenas enterrado unos centímetros en el suelo. Y, aunque la cadena era gruesa y poderosa, me parecía obvio que ese animal capaz de arrancar un árbol de cuajo con su fuerza, podría liberarse con facilidad de la estaca y huir. El misterio sigue pareciéndome evidente. ¿Qué lo sujeta entonces?, ¿Por qué no huye?

elefante1Cuando tenía 5 o 6 años yo todavía  confiaba en la sabiduría de los mayores. Pregunté entonces a un maestro, a un padre, o un tío por el misterio del elefante. Alguno de ellos me explicó que el elefante no se escapaba porque estaba amaestrado. Hice entonces la pregunta obvia: “Si está amaestrado, ¿por qué lo encadenan?”. No recuerdo haber recibido ninguna respuesta coherente. Con el tiempo olvidé el misterio del elefante y la estaca, y sólo lo recordaba cuando me encontraba con otros que también se habían hecho esa pregunta alguna vez.

Hace algunos años, descubrí que, por suerte para mí, alguien había sido lo suficientemente sabio como para encontrar la respuesta:

El elefante del circo no se escapa porque ha estado atado a una estaca parecida desde muy, muy pequeño.

Cerré los ojos e imaginé al pequeño recién nacido sujeto a la estaca. Estoy seguro de que, en aquel momento, el elefantito empujó, tiró y sudó tratando de soltarse. Y, a pesar de sus esfuerzos, no lo consiguió, porque aquella estaca era demasiado dura para él. Imaginé que se dormía agotado y que al día siguiente lo volvía a intentar, y al otro día, y al otro… Hasta que, un día, un día terrible día para su historia, el animal aceptó su impotencia y se resignó a su destino.

Este elefante enorme y poderoso, que vemos en el circo, no se escapa porque, pobre, cree que no puede. Tiene grabado el recuerdo de la impotencia que sintió poco después de nacer. Y lo peor es que jamás se ha vuelto a cuestionar seriamente ese recuerdo.

Jamás, jamás, intentó volver a poner a prueba su fuerza.

 

 

 

  cadenas rotas

 

 

Cuento extraído del libro de Jorge Bucay (2003). “Déjame que te cuente…”. Barcelona. RBA Integral.