Su recuerdo invadía su pensamiento sin avisar, a traición, mientras lavaba los platos, mientras ponía la mesa, mientras estaba sentada en el sofá después de cenar, mientras paseaba por el paseo marítimo, mientras miraba el mar a través de la ventana de su dormitorio, mientras existía…
Recordaba en especial un momento concreto de sus 20 años de convivencia, por supuesto habían compartido muchos, muchísimos otros momentos, sin embargo, ese quedó grabado, indeleble, en su memoria. Era una mañana soleada de otoño y se encontraban abrazados en el espigón, rodeados por ese inmenso mar que veía cada día desde su ventana. Fue un abrazo intenso, profundo, sentido desde el alma, que los fundió durante unos minutos que parecieron la eternidad. Era capaz de rememorar su olor, su calor y su profunda mirada y, sobre todo esa frase susurrada al oído: “estamos en medio del mar, ¿te das cuenta?, pero abrazados estamos a flote”. Sí, era esa clase de abrazos que te ayudan a mantenerte a flote en la peor de las situaciones. Ese abrazo que sólo pueden dar aquéllos que sienten la vida de los otros, las emociones de los otros… Tan sólo bastaba un breve abrazo suyo para sentirse segura, imbatible, recogida y protegida…Cuando lo explicaba a sus amigas decían que exageraba, que estaba enamorada y, por tanto, obnubilada, no la entendían porque ninguna de ellas era abrazada de esa forma o no eran capaces de llegar a sentirlo. Una de sus amigas, diferente al resto, le hablaba de la conexión, de la sincronía… ella sí lo entendía, pues ellas dos compartían también estas sensaciones. Ahora sólo le queda su abrazo.
Imágenes obtenidas de http://elblogderenee.blogspot.com/
Se siente cansada, y no es una mujer mayor, sin embargo, el peso de la vida se ha derramado sobre su espalda. Camina despacio, con la cabeza gacha, el pecho hundido y la mirada perdida, no hay nada importante que ver…le dicen que se anime, que ya va siendo hora de que lo supere. Su psiquiatra le ha recetado unas pastillas que le impiden llorar, está acorchada, le ha recomendado que se las tome como mínimo durante un año. Su amiga le ha recomendado que pida ayuda a una psicóloga amiga suya que la ayude a pasar el duelo, que la ayude a aceptar lo inaceptable para ella en estos momentos.
No ríe, sólo sonríe por compromiso y esta sonrisa forzada rompe sus bonitos rasgos. Le dicen que salga, que se distraiga, que todo pasará. Sí, todo pasa, lo sabe. En su no muy larga vida ha tenido que afrontar numerosas pérdidas y ahora todas ellas tienen su lugar especial en la memoria y en su corazón. Los recuerda sin aflicción, con cariño, con la distancia natural que te regala el tiempo. Le han recomendado que coja la baja, ella se niega, no podría quedarse en casa cada día con los recuerdos invadiendo sin pudor su cerebro que le provocan un llanto inacabable, ya no toma las pastillas, pero la tristeza no se licua, permanece en nuestra alma agarrándose fuerte. La pena le oprime el pecho, le encoge el corazón y le anuda la garganta, no se siente capaz de poder desprenderse de ella, quizás en el fondo no lo desea. ¿Qué pasaría si dejase de sentir el dolor de la pena?, lo olvidaría. Sí, eso creía, si ya no sientes dolor por el que amas cuando éste desaparece de nuestro lado es que ya lo has olvidado, lo has perdido definitivamente. La pena, entonces, se agarraba a sus entrañas y ella se aferraba a ella para no olvidar.
Ha empezado a hablar con su psicóloga de su dolor, ya puede verbalizarlo además de sentirlo. Es ahora un dolor escuchado, compartido, reflexionado. Ya no es solitario. Le dice que se dé tiempo, que viva ese dolor como algo natural. Cuando amas a una persona el dolor va de la mano siempre. “No podemos escapar a él, acompaña nuestra vida, es natural”, aunque en nuestra sociedad huimos del dolor, de la vejez, de la enfermedad como si fueran extraños a nuestra existencia, como si pudiéramos evitarlos y entonces tomamos medicación por casi cualquier razón (pastillas para alegrarnos, para no alegrarnos demasiado, para adelgazar, para engordar, para dormir, para despertarnos, para embarazarnos, para no embarazarnos, para no envejecer, para …). Pensamos en soluciones rápidas a nuestros problemas, en una vida acelerada, inmediata, no nos damos tiempo, no damos tiempo al tiempo. Aceleramos el curso del río y lo desbordamos, nos desmoronamos ante el dolor y nos olvidamos de buscar dentro de nosotros los recursos que poseemos todos para poder afrontar aquello que se nos presenta. O que nos ayuden a encontrarlos o a aprenderlos.
Los días siguen deslizándose lentamente y el vacío que la invade no se reduce, piensa que nunca lo hará. ¿Cómo llenarlo?, ¿con qué?. Y le preguntan: ¿Has de llenarlo?, o ¿aceptarlo y dejar que poco a poco cicatrice sin el olvido, sino con el recuerdo?.
Lo compartían todo, aunque cada uno tenía su espacio y disponían de él con libertad y respeto. Se amaban porque se cuidaban y se respetaban profundamente, muchas veces bromeaban con su primer encuentro, producto de una serie de coincidencias curiosas que los llevaría a encontrarse y, desde ese momento no se volverían a separar. Se tropezaron y ella fue a parar al suelo, él rápidamente la cogió y la abrazó pidiéndole disculpas… ese abrazo traicionero, reían. Fueron creciendo con el paso de los años y con la complicidad del otro. Él era un eterno estudiante, tenía una sed insaciable de conocimiento y ella, sin tener el mismo interés, crecía en su profesión, con sus nuevos proyectos profesionales que la hacían disfrutar. A él le gustaba verla ilusionada mientras la contemplaba desde la mesa del despacho como, con el ceño fruncido, meditaba sobre alguna nueva idea y llamaba a su amiga con la que compartía su negocio y debatían horas al teléfono las nuevas inspiraciones… No rivalizaban, eran un equipo. Se alegraban del bienestar y de la felicidad del otro… compartían su afición al cine, al teatro, al deporte (les encantaba recorrer en bicicleta las vías verdes…). Y compartían también momentos de silencio, sin prisas y, momentos de caricias infinitas que erizaban sus pieles.
Esto no lo volverá a encontrar jamás, piensa. Era único y única su mezcla… y entonces la angustia y la rabia invaden su pecho que arde y se anuda aún más, si esto es posible. Su psicóloga le habla de las fases del duelo por las que toda persona que pierde a un ser querido atraviesa con el tiempo. En momentos las identifica claramente: negación (“no es posible que me esté pasando esto”, “volverá, está en uno de sus viajes, y un día oiré la llave en la puerta y escucharé su voz llamándome”); ira (“¿por qué tuviste que irte ahora que éramos tan felices?”, “¿por qué me has abandonado?”, “¿por qué nadie lo evitó?”); culpabilidad (“¿por que él y no yo?”, “¿Por qué no me di cuenta antes?”); depresión (“no podré vivir sin él”, “mi vida carece de sentido si ya no la comparto con él”); aceptación, aun se le resiste esta fase, en ocasiones piensa que “quizás cumplió con la misión que tenía, hacerla feliz y hacer felices a los que le rodeaban”, “debo dejarte ir, no puedo ser egoísta, te he retenido conmigo ya 20 años”. Sin embargo, en la mayoría de las ocasiones se siente deprimida, culpable e irascible. Todo acaba pasando… pero aun se resiste a que pase. Coge su foto entre sus manos y la mira y la besa cada noche antes de dormirse. Ya retiró las demás fotos del comedor y del estudio, pero ésta no puede, sentiría aún más la terrible soledad de su amplia cama. Su mirada acuna sus sueños y la acompaña siempre, como cuando lo recuerda y se queda ensimismada en medio de una conversación. Sigue estando ahí junto a ella, le cuenta cómo le va y se enfada con él por haberle hecho esto. Y luego va a trabajar y durante unas horas su cerebro se automatiza y no piensa en él, pero cuando sale del estudio en el que trabaja, aparecen su sonrisa, sus ojos, sus manos que le siguen erizando la piel y siente su calor. Pero le duele cada vez menos, consigue disfrutarlas y siente como su cuerpo reacciona a su imagen. Somos animales de fácil condicionamiento sonríe. Piensa en una caricia y se le eriza la piel, recuerda el suave roce de sus labios y el corazón se le sobresalta. Disfruta…
Con el tiempo y la ayuda de su gente ha conseguido dejarlo ir, ha permitido que siga su camino y ha comprobado que sigue en ella, que no ha desaparecido. Forma parte de su alma, de su corazón, de sus pensamientos y de sus proyectos. Vuelve a sonreír, vuelve a ilusionarse por seguir aquí y, sobre todo, se siente afortunada por haber compartido una parte de su vida con él y haber podido aprender tanto. Sobre todo ha aprendido a ser mejor, esta es su herencia.
Ya no se resiste. Se ha dado cuenta, por fin, que vive en ella.