VACACIONES
Nunca pensó que unas vacaciones iban a ser tan reveladoras.
Disponía de tres semanas escasas, arañadas del calendario y haciendo encaje de bolillos con sus compañeros de trabajo. La situación se repetía cada año. “Que si tú tienes más antigüedad, pero yo tengo niños…”. Cuántas veces había pensado en contratar los servicios de niños actores para representar la obra de “familia feliz y completa”. Esta idea no era original, la había tomado de una película, Familia, de Fernando León de Aranoa, en la que el protagonista contrataba a unos actores para que le hiciera de familia, a falta de una. Qué triste pensó en su momento al verla, pero cuando se acercaba el verano le daba vueltas y saboreaba el momento en que diría: “Necesito agosto, porque mis niños…”. ¡Las condiciones de las negociaciones han cambiado!, y poder ver la cara de estupefacción y desconcierto de esos padres modélicos… . Sí, sentía un fastidio profundo cada verano…
A lo que iba, decidió tomarse unas vacaciones tranquilas este año, dejó de lado sus grandes viajes a tierras cuanto más lejanas y exóticas posibles y pensó en volver a sus orígenes. Una pequeña aldea perdida que aun conservaba un cierto encanto de lo auténtico. Allí residían sus padres, dos ancianos que iban mimetizándose progresivamente con aquel paisaje del que resultaba imposible despegarlos. Formaban un Todo, ellos, la aldea y el resto de los escasos habitantes supervivientes, como si el tiempo se hubiera detenido a jugar a despistar en pleno siglo XXI.
Llegó un día caluroso y comprobó que ya había pasado mucho desde la última vez, diez años ya. Todo seguía igual y todo había cambiado. La casa familiar seguía en pie, fuerte, resistiendo el paso de los años con arrogancia, sólo algo nuevo, a su padre se le había ocurrido hacer crecer una parra en la fachada y que rodeaba la casa como lo hace una boa cuando se enrosca a su presa… Sus padres eran diez años más viejos aunque no sintiera que esos años también habían pasado para él, acostumbrado a que siempre le dijeran que aparentaba muchos menos años…vanidad masculina… Lo recibieron con gran algarabía, el primogénito volvía a casa. Se sintió querido, cuidado como hacía tiempo. Volvía al regazo materno y a la guía de su padre. Por un momento de confusión se creyó niño y se abandonó a tal sensación, a pesar de que las preguntas y los reproches de siempre flotaban en el aire: No nos vienes a ver nunca; siempre tan ocupado; trabajar tanto no es bueno; ¿cuándo te casarás?; te estás haciendo mayor para tener hijos, y un largo etcétera, que en ese primer día dejaría pasar. Sólo se concentraba en poder captar con sus cinco sentidos adormilados el hogar, el paisaje y ese inmenso cielo azul que le recordaba la mirada de la que está en la distancia…
Llegó del viaje cansado, no sólo por la cantidad de quilómetros recorridos sino por los acontecimientos sucedidos en su vida en los últimos dos años. Demasiado grandes para un alma tan pequeña. Había vivido a gran velocidad, había devorado los años, había estado corriendo en una carrera a contrarreloj como los ciclistas de competición y había conseguido un éxito profesional más que aceptable, sin embargo los acontecimientos se habían precipitado en cascada sobre él y se sintió ahogado. Sentía una presión continua y sorda en el pecho que le obligaba a suspirar continuamente y por primer vez en su vida notó allí un dolor profundo, pensó “padeceré del corazón”, y se asustó, apreció lo corta que podía ser la vida. Pero no era un dolor que proviniese de su corazón, sino de su interior, de su alma. Por primera vez pensó en el alma. También, por primera vez todo sucedía sin su control. Y se angustió. Él que todo lo tenía controlado y que además siempre le había funcionado esta forma de hacer, ¿qué estaba sucediendo ahora? y, ¿por qué?. ¿De qué le estaba avisando la vida?. Eso había venido a descubrir en estas vacaciones aunque aun no lo supiera.
Nunca se había planteado, como otras tantísimas cuestiones, que la vida tiene su propia vida y te sacude un buen derechazo cuando menos te lo esperas o te premia con la mejor de las sorpresas. De esto último sabe algo y, recuerda cuando la conoció. De nuevo en época de vacaciones debía decidir entre hacer una ruta en coche por la Camargue, en el sur de Francia o hacer un viaje fantástico a Vietnam. Todos sus amigos le recomendaban la segunda opción, pero en el último momento decidió viajar solo por la Camargue. ¿Solo?, le preguntaron, ¿estás loco?, ¡qué aburrimiento, viajar solo!. Y él pensó, mejor solo que mal acompañado o peor aun, acompañado solamente, como muchos de vosotros acomodados a una vida comme il faut. Y allí, en una terraza de una encantadora casa de huéspedes la encontró, enfrascada en la lectura… Y desde entonces sus espíritus nunca se han vuelto a separar.
En sus largos paseos por la aldea, no se puede hacer otra cosa…, recordó los últimos tiempos y más allá, su vida entera. Se lamentaba: ¡Qué vida me ha tocado vivir!, a lo que automáticamente le venían a la mente las palabras sabias de un maestro hindú que había conocido hacía no mucho tiempo: Es la vida que tú has escogido con todas las decisiones que has tomado y las que has dejado de tomar. Así es, era quien era y estaba en donde estaba por todas esas decisiones. Por supuesto, habían ciertos límites a los que se hallaba sometido, sus genes, los circuitos neuronales, su educación, su personalidad, su país, la política, la economía y un largo etcétera, pero con todo, la toma de decisiones le había conducido como una hoja arrastrada por las aguas del arroyo a la aldea. A encontrarse de frente con sus recuerdos, su presente y su incierto futuro.
Sólo lo que os explico le podía ocurrir allí, aunque aun desconocía este punto. En aquel paraje de verde insultante, rodeado de riachuelos de agua tan fría que congelaba hasta los pensamientos más ardientes, empezó a mirar, que no a ver. Y se dio cuenta de lo que le rodeaba, naturaleza, y no sólo plantas en el balcón. Se dio cuenta y al hacerlo se inició un proceso que le llevaría al abismo de sí mismo.
Fue tomando conciencia de su Ser. Un ser compuesto de cuerpo, mente y energía. De un cuerpo por el que los años pasados habían sido indulgentes con él; una mente en estado de letargia y una energía que acababa de descubrir de la mano de la práctica del yoga. El dolor del pecho le había asustado muchísimo y siguió los consejos de una buena amiga, “te iría muy bien hacer yoga” y, con todo esto inició su revolución. Hacía unos días le comentaron que la vida tenía ciclos de siete años en los que el cuerpo se renueva y la vida de las personas sufren un cambio si están preparadas, y si no lo están, deberán esperar al próximo ciclo; cierto o no, ya tenía 42 y como una profecía, su vida estaba cambiando, estaba sufriendo una metamorfosis. Y ahora, en la aldea, se encontraba extrañamente seguro y cómodo en ese lugar distante de todo y todos, y estaba dispuesto a todo.
En uno de sus paseos se encontró con la Sra. María, una anciana de 80 años que no los aparentaba y hablaron del pasado y del pasado y del pasado. La Sra. María tenía la memoria llena de pasados, de memorias lejanas, mientras las memorias recientes eran escupidas al olvido por su cerebro. Su disco duro estaba lleno. Padecía Alzheimer. Los pasados de la anciana eran buenos y malos, pero debido a su carácter sólo recordaba los malos. Como en una cinta sin fin rememoraba la guerra civil, el hambre, los muertos, la emigración, los rencores familiares y vecinales, los miedos infantiles arrastrados hasta hoy… No se fiaba de nada ni de nadie, sin ser paranoica, siempre pensaba que no la querían. Era una mujer insatisfecha, siempre valorando y añorando lo que no tenía, olvidándose de lo que sí tiene… Así, su saco de felicidad se encontraba en un proceso de vaciado continuo, infinito. Esperaba que los demás le diesen esas dosis de felicidad que necesitaba. Gran error. La felicidad está en nosotros, sólo que no sabemos verlo. Si soy feliz con mi coche, sólo lo seré cuando lo conduzca; si soy feliz sólo si tengo a la persona amada a mi lado, cuando no esté junto a mí, la mayor de las infelicidades me cubrirá. Esto lo aprendió él, casi sin percatarse, de a poquito, al conocerla en aquella terraza. Sus vidas estaban irremediablemente unidas por un fino, pero fuerte hilo que era el amor que se profesaban. No compartían una cotidianeidad común, habían decidido no decidir, dejarse llevar y así, con respeto, compartían más que la mayoría de parejas al uso. Se estimulaban mutuamente, sin rivalidad y sabían de la necesidad del otro a tener su propio espacio íntimo, personal. Se observaban con minuciosidad, sin egoísmo, ocupados sólo en el bienestar del otro. Sabían también que todo tiene un principio y puede tener un final, ya lo habían experimentado en unas cuantas ocasiones, pero eran conscientes de que “cada uno es separado, completo e independiente, entonces ¿por qué esperar algo de los otros?” como dice el maestro Vivekananda. Eso les había ayudado a no esperar nada del otro, porque las expectativas que nos creamos son proyecciones que realizamos sobre los demás y esperamos que nos colmen sin ver quiénes son y qué nos pueden dar en realidad. Entonces nos volvemos demandantes y quejumbrosos, y culpamos al otro o a nosotros mismos cuando no conseguimos lo que queremos, cuando probablemente deberíamos cambiar de otro o simplemente ver la realidad de uno mismo y del otro. Sin engaños. Esforzándose habían conseguido no apegarse y poder disfrutar con libertad de su compañía, bebiendo a sorbitos y paladeando cada momento. Dándose Cuenta… La Sra. María se apegó a todo lo apegable, no sabía que el apego generaba aflicción, y la tristeza, la rabia y el desconsuelo invadieron sus entrañas y sus memorias que entonces ya supuraban fatalidad. La Sra. María tenía dos hijos, modélicos, son como deben ser, eso sí, van al psicólogo, a vaciar memorias adquiridas…
A momentos, cuando charla con la anciana se ve reflejado como cuando el espejo te escupe la peor imagen de ti mismo. La observó con una tristeza infinita y se prometió a sí mismo luchar contra todas las Sras. Marías que tenía dentro, contra los miedos que le habían impedido crecer como persona y que le estaban haciendo lento y fatigoso el paseo por la vida, y peor aún, se lo había ido contagiando a los que más quería. Lucharía contra la letargia, contra la insatisfacción, contra su incapacidad de decir no, contra su preocupación constante por la aprobación de los demás, contra la dependencia, contra todos esos pensamientos negativos que invadían y producían su mente con una capacidad saboteadora desarrollada y sumamente perfeccionada en sus 42 años de vida. Con esfuerzo conseguiría reconstruirse, recrearse; sólo con esfuerzo el cambio y la superación se consiguen. Supo entonces que debía aprender a bucear en lo más hondo de sí mismo y enfrentarse a sus demonios, unos heredados, otros aprendidos y otros creados por él mismo. Sin prisas, las prisas son enemigas del crecimiento.
Observaba el rostro de sus padres surcados por la serenidad, el tiempo y la sabiduría, escuchaba el zumbido de las moscas por el pequeño comedor y el piar de los gorriones apostados en los cables de la luz de la calle y, percibía como el aire fresco del atardecer que se colaba por las ventanas entreabiertas acariciaba su cara, su cuello, entonces volvió a descubrirse sorprendido que todo lo captaba con una novedosa capacidad perceptiva. Lo sentía en su piel que se erizaba como cuando ella le acariciaba suave y lentamente con la punta de los dedos; lo sentía en su corazón que se hinchaba de tranquilidad y Amor. Todo lo sentía a conciencia y se iba fundiendo con todo ello, dejando de Ser Él. Estaba consiguiendo dejarse fluir, abrir su mente, mejor aun, romper la barrera que es su mente. Y dio las gracias.
Cuando sus padres entraron en casa después del paseo de las siete no lo encontraron, lo buscaron, gritaron su nombre por la aldea, pero ya nadie les respondió. Había dejado de Ser el que habían conocido. La metamorfosis se había completado.