A la memoria de mi padre
Escribir sobre lo que nos importa y sobre las personas que han marcado nuestra vida suele ser difícil. Pero es un ejercicio. Este pequeño fragmento de un libro, que no sé si acabaré algún día, y que a continuación relato forma parte de ello, y quiere rendir homenaje a una de las personas más importantes en mi vida. Hoy hace treinta años que falleció. Los cigarrillos se lo llevaron. Se quedó el recuerdo de un padre, su cariño y su ausencia, sirvan estas palabras para seguir en contacto con él.
Al meu pare, Vicenç Florit Rotger, desitjo que continuem estan propers
Cigarrillo 2 Los primeros años
Cruzó la calzada. Seguía deambulando. El frío disipaba el humo, acariciaba su rostro tenso y de repente su mente viajó al pasado. ¿Qué le llevó hasta ese recuerdo? En esa noche quizás todo cobraba mayor valor y se reimportaba. La imagen de su abuelo surgió, con esa boina que sólo puede acompañarse de un bastón y que pese a la sensación de fragilidad, en su abuelo, adquiría el conjunto propio de alguien que sabía. Empezaba bien el proceso, por fin alguna luz.
Los paseos de la infancia acudieron como un bálsamo al frío, al dolor, al cansancio. No había mejor compañía en su infancia que la de él. Era poco hablador, pero cuando explicaba sólo podías escuchar. De sus labios surgía una voz, ya temblorosa por la edad, pero que fluía al contar las historias que aquel niño de cinco años absorbía. Muchas de ellas no explicaban “nada más” que recuerdos de un viejo zapatero que tuvo que emigrar para poder sacar, como muchos, a su familia adelante. Que abandonó su raíz y su sentir. Jamás volvió. El anciano de la boina le relataba las historias que sus clientes le dejaban en el aire, mientras él golpeaba con habilidad las tapetas de goma de la Sra. Luisa de la carnicería.
–Qué dolor en las piernas siempre de aquí allá, que bien está usted aquí Sr. Francisco, le cambio cuando quiera el trabajo -le decía la Sra. Luisa mientras escuchaba el sonido del martillo de hierro sujeto a un mango usado de madera.
O remendaba los agujeros en la suela de un maltratado calzado del Sr. Antoni, a quien su trabajo de “viajante” obligaba al desgaste.
No era lo que decía -el humo seguía escapándose- era la pasión que ponía, el cómo se centraba en contar la historia para que su nieto la disfrutara, así lo hizo durante los escasos años en los que le enseñó a vivir. Quizás, seguro, fueron pocos. Ojalá ahora pudiera recuperar ese espíritu positivo, sereno y transmisor.
Los pies envueltos con el cariño del zapatero de su abuelo lo dirigieron hacia el primer local que interrumpió su caminar. Martín, -así lo llamaron- y así se sentía orgulloso de llamarse. Su nombre no recordaba a ningún antepasado, su padre un indisciplinado periodista, decidió no homenajear a nadie. Él –su padre- era de los que creían que la biografía personal no puede empezar con un nombre prestado. Fue un hijo deseado, por lo menos era esa la opinión de su madre una pescadera de reconocido corte en el mercado de Santa Catalina. Tardó en llegar, al periodista ya le parecía demasiado tiempo, -las noticias, las buenas noticias no se hacen esperar- decía. Así que cuando Martín llegó, el periodista se disponía a cubrirse con la manta del sueño bien merecido después de cubrir un pequeño incendio en un quiosco de las ramblas. No llegó hasta bien entrada la mañana. Los insistentes timbrazos del teléfono no lograron alterar su descanso, dormía poco, pero cuando lo hacía no tenía sentido despertarlo, cerraba sus canales, sus sentidos y se abandonaba a lo que sólo él sabía. Nació pequeño, insignificante, al igual que ahora se sentía.
El zapatero se sintió orgulloso. Por fin un nieto varón. Todavía eran tiempos en los que llevar el apellido en la pole, era importante. Un niño que llevaría el apellido del abuelo, del padre y que traspasaría algún día a un hijo.
Su infancia transcurrió como lo hacía la de la mayoría de muchachos, escuela pública, casa pequeña y rodeado de la familia. Martín fue hijo único, no se podían permitir más en aquella época, tanto el periodista como la pescadera consideraron –sin preguntar, claro a Martin- que su destino sería estar solo. Quizás eso marco su destino. Una decisión impremeditada, funcional y basada en los sufrimientos que ya incluso antes de nacer el pequeño Martín traería a su familia. Abuelos, padres e incluso algún animal doméstico acompañaron los primeros años de vida de un niño que fue querido pero al que nunca se le reconoció, para todos fue un regalo, pero todos querían disfrutar de él sin compartirlo; bueno, todos no, el periodista no podía hacer más que cubrir diferentes noticias y así fue perdiéndose los cumpleaños que inexorablemente se sucedían año tras año y que hacia alargar los pantalones de sus frágiles piernas. Eso sí nunca falto un regalo físico, solo falto el abrazo siguiente al presente, el reconocimiento para él de que se le quería y no solo a la fecha. Aprendió a vivir así, y luego se arrepintió de no saber rectificar.
La vida nos da la oportunidad de equivocarnos, pero raramente nos permite rectificar a tiempo. Martin se sabía querido. Así transcurrieron los años, atenciones afectivas repartidas y amistades que duraron una vida.
El silbido de un vehículo perfiló la sombra de Martín cuando, éste, absorto en sus pensamientos del pasado atravesaba la calle. El ruido del motor, la sensación de peligro y la aceleración del corazón hicieron caer el primer cigarrillo al suelo. Se quedó mirando la colilla humeante todavía en la calzada y súbitamente fue consciente de que había entrado de lleno en un proceso del que ya no podría salir sin una respuesta, las primeras bocanadas le había sugerido, y sin pretenderlo le hacían dirigirse hacia su destino.
Levantó la vista.
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